Hubo siglos de noche larga en los que nada parecía avanzar. Los inviernos eran el mismo invierno, las cosechas la misma espera, y el arado que no volvía era apenas una metáfora de la vida: lo perdido no regresaba. Hoy, el mundo cambia a la velocidad de un dedo deslizante. Mi abuelo se habría asombrado con un GPS; nosotros nos hemos abonado al vértigo: ciudad nueva, trabajo nuevo, amores que caducan por proximidad. Y, sin embargo, en la justicia seguimos atascados en una rotonda donde dar vueltas parece un destino.