En París, al amanecer de una gélida mañana del siglo XV, un mensajero irrumpió en el patio de armas del castillo. Su aliento formaba nubes efímeras en el aire mientras subía los escalones de piedra con la prisa de quien lleva una noticia demasiado grande para sus labios. Al llegar ante la multitud expectante, jadeante y con los ojos enrojecidos por la emoción, pronunció las palabras que evitarían el caos: “Le roi est mort, vive le roi!” (¡El Rey ha muerto! ¡Viva el Rey!).