En las gélidas purgas de la Unión Soviética de los años 30, la verdad visual era tan maleable como la arcilla en manos del Kremlin. La icónica fotografía de Lenin dirigiéndose a las masas, con León Trotsky a su lado, fue víctima del bisturí del censor. Trotsky, caído en desgracia, no solo fue borrado de la historia política, sino extirpado quirúrgicamente de la memoria gráfica. Aquella burda manipulación -testimonio artesanal de la reescritura del pasado- nos recordaba que ver no siempre era creer, especialmente cuando el poder decidía qué ojos debían ver qué.